Como homenaje a Guillermo Sucre, reproducimos este ensayo de Roberto Martínez Bachrich; allí posa su mirada en el poemario «La vastedad», y propone una lectura particular no solo de la obra, sino de este autor indispensable de nuestra literatura.
POR: Roberto Martínez Bachrich
No puede no haber asombro ante la figuración del esplendor. Ante una voz que mira pensando el sol, el verano, el viaje, el amor o el exilio. La “dicha salvaje” de vivir o la amarga lucidez ante el dolor, ante todo lo esplendoroso que un día quedará extinto o tal vez no. Y todo esto formulado desde otro asombro, desde una mirada personalísima y humilde, desde la vigilia constante de los sentidos y la conciencia, que en la palabra poética de Guillermo Sucre van siempre de la mano. Quizás allí radique la maravilla de su obra, la posibilidad de que el lector se acerque una y otra vez a sus libros, sin cansancio, para reencontrar ese asombro en la mirada del poeta, y el propio asombro en la mirada lectora que mira esa otra mirada, ese otro asombro.
Se trata de una voz/mirada peculiar, de una manera de hacer poesía que no es tan común en nuestras letras. Con Sucre llegamos a una extraña plenitud en el proceso de la lírica nacional. Son muchos, en la poesía venezolana del XX, los poetas que hacen maravillas del sonido y el sentido, de la piel o la conciencia. Más raros son aquellos que pueden conjugar en la imagen ambos polos, que pueden poner en diálogo —en un mismo verso, en un único poema— la razón y la pasión, la fiesta del sentir y la serenidad reflexiva ante y sobre lo sentido. Más aún: apostar por esta dupla en un sólo y único organismo, como si los sentidos tuviesen su propia conciencia.
Esta misma pasión razonada en la imagen —reveladora conciencia de la mirada—, se ejecuta sin mácula en la obra crítica de Sucre. De allí la fuerza de sus lecturas. De allí la veneración indiscutible con que seguimos leyendo La máscara, la transparencia (1975) o Borges, el poeta (1967). Se trata del hacedor que mira la hechura de sus maestros o de los grandes nombres que poseyendo un credo distinto, y a veces opuesto, hacen milagros con la imagen, llaman a la fiesta del poema, exigen una mirada. Una mirada, en este caso, desde la conciencia de los sentidos. La elección discursiva, naturalmente, es otra. Otros los fines. Pero el fondo —el alma de esa mirada pensante— no es demasiado distinto a lo que en la obra poética de Sucre el sujeto logra sobre el mundo. La conciencia de los sentidos se expone al mundo y expone, así, ese mismo mundo a su contagio reverberante para dar cuenta poéticamente del verano, el exilio, la pasión, la vastedad.
Este sistema poético se desarrolla en libros fundacionales como Mientras suceden los días (1961), La mirada (1970), En el verano cada palabra respira en el verano (1976) o Serpiente breve (1977). Pero estas líneas sólo pretenden ser una afectuosa y brevísima lectura de otro texto poético lúcido y sensible, bitácora de un recorrido literario y vital posterior a la conformación de esa conciencia de los sentidos. Un viaje, si se quiere, más maduro, sereno y reflexivo, como el de quien ha adquirido ya una cierta sabiduría sensible (toda sabiduría real ha de serlo) con la que puede ahora vivir el presente, mirar hacia atrás o hacia adelante, pero dándose cuenta del fracaso de toda tentativa humana que ignore la muerte, el instante máximo del esplendor, la entrada en lo vasto. Mirar el pasado, parece intuir esta madura conciencia de los sentidos, no es sino hacerlo presente en el presente, y a la vez borrarlo de su sitio. Quien trae el pasado a la memoria lo hace presente, lo olvida como pasado y retira a su vez el presente para hacerle espacio, hacerle tiempo. Vivimos, entonces, en un incesante tejer y destejer mortajas. La propia y la de los seres amados: los que están, los que se han ido pero siguen estando en el frágil temblor de la memoria con que los borramos y nos borramos, trayéndolos al ahora o al después. Sobre estas ideas y emociones, sobre la serena potencia de estas imágenes se teje la experiencia de La vastedad (Vuelta, 1988).
Organizado en seis estaciones, La vastedad explora los mismos fantasmas y el mismo esplendor de toda la obra anterior de Sucre, pero la mirada se sitúa ahora al borde del “ceñido esplendor”, justamente frente a “la larga intemperie”, y eso da a la conciencia de los sentidos un nuevo poder. El poeta ahora sabe que “ya no hay sitio para la escritura porque ella es el / sitio mismo— de lo que se borra / no descubrimos el mundo lo describimos en su terca / elusión” (p. 13). La conciencia de los sentidos adquiere una profundidad ya no sólo espacial sino también temporal. Desde allí el sujeto puede mirarse y mirar el mundo, dudar con el mismo oscuro esplendor de la antigua inocencia, pero con la sospecha o certeza de que lo que el poema “hace ser ahí”, como escribiera H. G. Gadamer, también lo deshace en la realidad; de que todo lo que construye, destruye; lo que funda, echa abajo; lo que recuerda, olvida; lo que llena, vacía; maneras todas de mirar pensando la vida y la muerte, que ahora, en el poema, en la nueva conciencia de los sentidos, vuelven a reunirse en la hermosa precisión geométrica de la curvatura temporal: “los vivos viven con los muertos / vida y muerte son una misma historia / esa historia no tiene principio ni fin / aunque haya el tiempo del principio y el tiempo / del fin” (p. 21).
En estas observaciones se centran el primer capítulo del libro, el que le da título, y los dos últimos: “Inreflexiones” y “Cualquier tierra”. Ese primer recorrido, que en su circularidad nos sitúa al borde de lo vasto, o nos hace partir de él para a él regresar, se ha estado encaminando, desde los versos iniciales, a su momento de cierre. Cierre de esa primera estación y paso a la segunda, pero puerta abierta hacia los capítulos finales, puente ya sólidamente tendido hacia el ocaso del libro. El último poema de “La vastedad” abre con un verso rotundo: “Sólo la muerte tiene sentido” (p. 23). Los versos anteriores han ido tejiendo la atmósfera precisa para llegar a este punto. Ante la muerte y sólo ante la muerte (desnudos frente al único sentido) podemos mirar cara a cara la vastedad. “Morir es la sola solitaria fresca posesión de la piel / que fuimos desollando / la memoria que el olvido recuerda” (p. 24).
La segunda estación del libro, “Transparencias”, se aleja mínimamente de lo que hemos apuntado y nos parece el corazón del libro, para recorrer, ahora en prosa, los lugares de la intimidad, el amor, la soledad. Una habitación, un bosque de pinos, una playa, un bar, un ventanal en los que el instante se redimensiona. El verano y el otoño, lo amado y destruido, los lugares del amor, la dicha, el desamparo, se dejan penetrar por la luz, se dejan navegar por los sentidos, se convierten en mundo inmóvil ante la mirada del poeta. Hay también, entre la transparencia y la nitidez de esas imágenes, el develamiento de algunos de los mecanismos de esa mirada, acaso los lineamientos, nunca retóricos sino apenas balbuceados, sugeridos, sugerentes, de una ética poética personalísima. Así el poema surgirá sólo de la materia: “Materia que es materia, fluyente” (p. 30). Y se construirá sin trampas, sin espejos, sin oscuridades que puedan significar algo más de lo que simplemente son: “Imágenes, no símbolos” (p. 30). Materia fluyente que deviene imagen, entonces, y cuyo punto de partida es siempre la vida real, nunca la vida posible, ficticia, artificiosa: “Experiencias, no figuraciones” (p. 31). Lecturas de la propia experiencia poética que dialogan con el cuarto capítulo del libro, “El poema”, donde la mirada y la conciencia de los sentidos pican y se extienden para homenajear otras miradas, otras poéticas, señalando, pues, la generosidad del poeta, su gratitud hacia otros hacedores, su devoción y su amor por la palabra, que en la suya, tal cual reza uno de sus versos, será restituido.
La otra estación aún no mencionada del libro es “Oval”. Un par de poemas que muestran esa otra faz de la experiencia poética que en la obra de Sucre nunca ha dejado de estar, pero que quizás en libros anteriores se revelaba con mayor insistencia. Se trata de la vena lúdica o del juego de sonido y sentido. En este caso, los poemas “No un rostro / un cristal” y “No un cristal / un rostro” buscan el dibujo y desaparición, el trazo y borrón, de un mismo objeto: un rostro, el retrato de un rostro, el de una “muchacha dichosa en el desamparo”, una mirada en rostro convertida. Fragmentos como “rastro de un rostro / el rostro/ de un rastro siempre / abismándose / borrándose” (p. 43) o “pasan / (no quiero decir destellos) / deseos / pasan (no quiero decir deseos) / destellos / que se consumen / de sólo iluminarse / que se iluminan al sólo / consumarse” (p. 44) nos pueden dar una idea de la gracia de este otro tipo de trazos poéticos que, con más o menos frecuencia, están en toda la poesía de Sucre. La palabra fundacional parece generar desde sí las palabras que la siguen y matizan, el ritmo cobra vida y genera, él solo, las imágenes y el sentido sucesivos.
La vastedad confirma, como lo hará luego La segunda versión (1993), que la poesía de Guillermo Sucre es grande en su contención, depuramiento y brevedad (hasta ahora apenas seis títulos ocupan, preocupan y desocupan toda una vida entregada a la palabra), clara y hermosa en su transparencia, precisa, nítida, auténtica. Acaso podamos y debamos aprender todavía tanto de su ars poética, de su amor por la letra que ella corresponde, como escribe el mismo Sucre, ya lo hemos apuntado, en homenaje a Lezama Lima. Su obra desnuda el poder de una mirada que dibuja y borra el universo, que torna lo cotidiano en absoluto. Poesía que sabe cultivar la conciencia de los sentidos a fuerza de luz, naturaleza, rostros, mundo. Llevar esa conciencia a su madurez. Dejar vivir y convivir lucidez y sensibilidad, hacerse y deshacerse experiencia. Llegar a tener una mínima, íntima sabiduría, con la cual poder mirar, desde el borde, con genio, reverencia y pasión, el ancho y luminoso descampado, la desamparada llanura, el infinito oceánico, su esplendor, la vastedad. Tener una mirada para enfrentarla, eso basta. Y luego la humildad, derivada de esa misma sabiduría. Sabernos prestados, saber la finitud de la palabra, apenas balbucear, dejar que la imagen escriba por nosotros. “No hemos sabido nombrar el mundo y apenas hablamos con sonoros equívocos” (p. 72), escribe el poeta. Desde esa conciencia, desde nuestra pequeñez, amar la palabra. Quien no puede evitar ser poeta habrá de “escribir no el orden sino el ritmo de la vida / un ritmo que conocemos desconocemos y reconocemos / sólo por la respiración de la escritura” (p. 59). Hay mucho que explorar, así, en esa sabiduría, en ese encuentro con la belleza, la que a través de la palabra hace y deshace el mundo, traza y borra la mirada, teje y desteje la vida, o la muerte, o la vida.
Poemas
and to die is different from what any one supposed
W.W.
Sólo la muerte tiene sentido
todo recobra su justa rotación como el pensamiento
cuando morimos
el cuerpo merece entonces ese esplendor y también
esa lenta respiración del mundo
en el verano
por primera vez vemos la vastedad
por primera vez el alba nos despierta con la arenisca
de la infancia
el vacío hace ahora el espacio de la casa y le devuelve
la profundidad de lo frágil
un muchacho recorre con sus manos las pulidas espirales
de la mecedora al mediodía
se mece en el sopor que nos hace más lúcidos
los helechos la humedad humeante del patio
y allá lejos el cotoperís espaciosamente mudo
la parra tramando la soleada caligrafía
de la soledad
qué no nos pertenece ya que pueda desposeernos de lo
que nos posee
somos la fijeza el último brillo donde empieza
la larga intemperie
ese lenguaje que todos hablamos
sin reconocerlo
morir no es un vértigo un abismo una incandescencia
sino el reconciliado orgullo
caen las máscaras y ya no hay rostro o el rostro
es la máscara que no cae
el mil veces expuesto signo que nadie
descifra
ni este mundo ni el otro ni éste ni el otro
espejo
ni memoria ni olvido
morir es la sola solitaria fresca posesión de la piel
que fuimos desollando
la memoria que el olvido recuerda
a Efraín, a Gonzalo
Guillermo Sucre
De La vastedad. México: Vuelta, 1988. pp. 23-24.
Y no sólo fueron los ojos que se cierran como
cicatrices,
los hondos corredores y traspatios de los seres
perdidos para siempre,
un rostro que no se iluminaba sino en el obstinado
silencio.
No sólo, en la fría perplejidad, la congoja, la culpa
o la inocencia,
la ráfaga, el lento desgaste, las partidas
y los regresos,
los pasos en falso que se hacen huella.
Lo atroz fue el sucesivo extrañado intolerable
encuentro con el esplendor.
Guillermo Sucre
De La vastedad. México: Vuelta, 1988. p. 69.
Publicado en El Salmón – Revista de Poesía (Año I, No. 2).
Gracias a su editor, Santiago Acosta, por permitirnos reproducir este texto.
Foto de portada y cabecero: Vasco Szinetar.