Cerramos este ciclo de entregas de textos tomados de «El libro de la Navidad en Venezuela» con un recorrido por las tradiciones de estas fechas en varias regiones del país, desde la mirada del recordado escritor trujillano.
POR: Adriano González León, Fundación para la Cultura Urbana
Cuando el aire frío sorprende a los desprevenidos caminantes de la ciudad, este aire que baja de los más altos edificios, que sopla filosamente por los flancos de las avenidas y parece colarse por entre los surtidores como una lluvia liviana, siente uno la presencia de algo fabuloso y lejano que traen los días de diciembre. La gente anda como impulsada por una red misteriosa que el tiempo tiende en su última vuelta y despedida. De aquí este temor de ser asaltados por las horas, esa inquietud que comienza con el mundo colorido que inventan las vidrieras salpicadas de nieves, señoreadas por la faz lluviosa de los papás Noeles, lanzadas a las maravillas de una edad anterior a partir de la más inimaginable juguetería. Los aguinaldos y villancicos levantan una ansiedad a medias triste y a medias jubilosa, una sensación de beatitud y deslumbre, una esperanzada alegría o un doloroso presentimiento. Y por ello se acepta este aire de diciembre sin saber qué raíz desconocida se mueve en nuestro aposento interior, sin saber qué recuerdo es iluminado por estas muchachas que cubren los parques de patines y bufandas.
Así comienza diciembre. Y decir diciembre es decir Navidad. Es mirar en los escaparates rostros de una nobleza casi divina, pastores de barro celeste conduciendo rebaños inocentes, mozas con la frescura de los cántaros en la cabeza, estrellas de magia mínima por la gracia del talco y la hojalata. Y, en medio de todo este universo, la serena humildad de José desata su admiración sobre María y Jesús. Espiados silenciosamente por el buey y la mula. Luego vienen las hierbas, los papelillos coloreados, las nubes de algodón, las coronas de muérdago, los astros de cristal y los animales puros. Todo lo que configura la Navidad estática del almacén, ya que después algún muchacho, en un barrio cualquiera de la ciudad, con una caña de bambú cargada de materia explosiva, anunciará el momento de la acción, el tiempo en que la Navidad cobra movimiento y se hace fiesta por las calles y los parques. Es entonces cuando los carteros llaman a las puertas con tarjetas llenas de fervor de los amigos lejanos, cuando cohetes y triquitraques escandalizan por la esquina y las campanas se abren sonoras y magníficas y los patines levantan chispas sobre las avenidas y los juguetes abandonan sus cajas de cartón para entrar en la leyenda de los niños.
La Navidad cristiana europea llegó a nuestro continente con sus nacimientos e impuso la adoración del portal, de los pastores, los magos y la estrella. Aire de severa majestad, pomposo alarde de fe tuvieron los señores de la colonia cuando, seguidos de sus esclavos, se postraron ante el milagro. Toda una alta gravedad y un hondo respeto de lo divino imponía la tónica de estas celebraciones, llenas de una recatada alegría familiar. Esta actitud frente a la Sagrada Familia hizo que en las casas se destinara una habitación amplia para reproducir las escenas de Belén. Y se formaron cerros y llanuras por virtud del musgo, nacieron ríos y fuentes de cristal, se crearon, siguiendo la pauta señalada por el Génesis, hombres de barro con pellizas y rebaños, mozos con pañuelos, barbados leñadores y animales con pupilas de vidrio. Así apareció un mundo fabuloso donde la imaginación popular lanzó sus más inesperadas creaciones y se inventó una vida de pureza que las gentes, con asombro poético, comenzarían a amar bajo el olor de las pascuas, la piñuela o el ala del ángel.
En torno a este universo de cartón, colores y aserrín, o formando parte de él, había nacido también en España otro universo sugestivo, tierno en su mejor moldura, picaresco algunas veces, pero siempre dentro de una candorosa actitud, como fue el de los villancicos. Para todo aquel teatro lleno de quietud se había hecho necesaria una música de fondo, un cantar que relatara lo que las figuras mudas junto al portal no podían decir. Y lo que comenzó en la poesía provenzal se fue extendiendo en la segunda mitad del siglo XII por todos los pueblos por donde los juglares iban cantando:
Vamos, pastorcillos,
vamos a Belén,
que ha nacido el niño
para nuestro bien.
Y la gracia del canto humanizó a veces las cosas, cantó la vida de José y María como podría contar su propia vida, hizo alguna alusión de inofensiva malicia, jugando con el milagro a base de tanto amarlo:
A Belén camina, quisiera saber
Un hombre de noche, con una mujer…
O la lleva hurtada o yo juzgo mal.
Los villancicos entrarán también, como entró el pesebre, en el marco de nuestros propios haceres y en cada pueblo o región se les impuso su señal distinta, se les agregó algo de la tierra y sus costumbres. Por ello la Navidad en nuestro país es un amplísimo campo coloreado, lleno de variaciones y matices. A partir de la colonia la modalidad provinciana quitó o añadió ceremonias, mezcló festividades e impuso un trazo peculiar con ese aire anónimo de la creación colectiva. Y así cada pueblo venezolano, dentro del patrón cristiano de siempre en lo general, tiene su propia Navidad en lo particular de los festejos, en el tono claramente local que adquieren los días de diciembre. La vieja Navidad caraqueña, quizás desde los tiempos coloniales, fue la sobria reunión familiar en la que el dulce de lechosa, el turrón, el pan de jamón, la cena de hallacas y el vino añejo constituían las viandas de los invitados. Y esto del dulce de lechosa es algo de muy atrás. Alguien ha dicho que fue importado de México por las monjas carmelitas que vinieron en 1732. Pero la certeza de tal afirmación es difícil mantenerla, como es difícil afirmar el origen de la hallaca, nuestro plato tradicional, parecido al tamal de Colombia y Ecuador, y del cual Ernst cree encontrar el punto de partida en la sustancia amasada que los guaraníes llamaban “ayayucá”. Se sabe sólo que ambos constituyen los platos navideños definidores, aunque la celebración haya perdido su vieja estampa y sólo en los barrios se conserve pura, alzada en los cohetes y triquitraques o animada por ese aguinaldo ágil y espontáneo que se llama la parranda.
En los pueblos de oriente la Navidad es musical, atuendosa y casi carnavalesca. Las calles se llenan de comparsas que acompañan al Pájaro Guarandol, al Sebucán o al Chiriguare. Las gentes piden aguinaldos a las puertas de las casas, toman ponsigué y alguien inventa el simulacro del Niño enfermo para iniciar la fiesta y el escándalo. Por tierras de Margarita salen de las mandolinas polos y galerones, mientras las muchachas bailan repartiendo banderines. Se oye la música de El Pavo o El Payaso Versial en la voz del cantador que dice:
Suenan las maracas,
suena el bandolín;
aquí está el payaso
de san Antolín.
En los Llanos la Navidad es fresca, llena de flores, de maderas recién cortadas y enamoradas que cubren el Nacimiento. Hay música de tambores, de maracas, de pitos, de lechosa y de furrucos. Los hombres juegan bolas, las mujeres bailan y cantan; se bebe aguardiente, se apuestan aguinaldos.
Una vara del tamaño de un hombre abre el paso a diez y nueve pastores, cuatro músicos y un jefe por las calles de San Joaquín, en el estado Miranda. Las mujeres van vestidas de colores y el jefe dirige, al golpe del cuarto y del tambor, los pasos de los bailadores que agitan largas cintas de papel en sus sombreros.
Un árbol a la entrada del pueblo de Barlovento espera la llegada del Niño el día 24. Antes ha estado de recorrida por los pueblos de la costa y a las doce de la noche entrará con música y cohetes, mientras las gentes preparan velorios en su honor.
La gaita volcada por las calles y plazas zulianas incorpora su aliento peculiar a la celebración. La charrasca, el cuatro y el furro acompañan los grupos de parroquianos que cantan versos de una tonalidad única en el país.
Pero en los Andes la tradición se mueve más robusta. Mérida es sabia en la artesanía de los pesebres, en la elaboración de objetos de anime, en las maravillas de los juegos artificiales. Las crónicas hablan del famoso pesebre de las señoritas Chaparro, en el cual se reproducían todos los pasajes de la Historia Sagrada y, a falta de un manzano, un lechoso hacía de árbol del paraíso. Los cohetes que enrojecen el cielo anuncian las farándulas, un ceremonial en que se simula al Niño caminando. Las gentes se alumbran con velas mientras acompañan el paseo que se hace de la imagen sobre un lienzo. Y todos esperan el 6 de enero, cuando entrarán por Ejido los Reyes Magos, con caballos enjaezados, seguidos de siervos y muchachos, disfrazados de indios. En San Cristóbal los barrios de Sabana Larga, Machirí, Pueblo Nuevo y Paramillo se reparten los oficios sagrados y las capitanías elaboran programas confiando su redacción a los poetas populares. La banda municipal abre la madrugada con su música y se bebe hierba y mistela.
Trujillo divide su Navidad por las tierras llanas y por las altas. En éstas se mantienen los tonos generales de la festividad andina, se construyen pesebres y se asiste a los aguinaldos. Por La Mesa de Esnujaque grupos de danzantes, poseídos de una digna elegancia y de un alegre colorido, llenan de nobles aires a los festejos. Mientras en Mérida ponen de pie al Niño, aquí lo están buscando porque alguien lo robó del pesebre. Pastores y pastoras, alumbrados con faroles de lata, vestidos de blanco y con sombreros de cogollo, van tocando a las casas preguntando:
Díganos si aquí
lo han visto pasar;
al Niño Jesús
tenemos que hallar.
En las tierras llanas, por la zona costeña del lago de Maracaibo, la Navidad está unida a la fiesta de San Benito. Hay cierta tonalidad pagana en este ritual de tambores que se ofrenda al santo negro cuando el de diciembre hace su entrada en Betijoque, después de un día de caminar danzando por el camino que viene de Sabana Grande. Los vasallos se adornan de plumas y trozos de vidrio. Las mujeres lucen sayas de paja como las africanas. El golpe de tambor es recio, monótono, tremendo. Hay un no sé qué diabólico en esta fiesta de santo, en estos bailes sensuales de las gentes ebrias, alucinadas, sostenidas por la savia del aguardiente y los pañuelos en alto.
Esta es la Navidad. Esta es la historia y la leyenda de una fiesta de siglos tan vieja como el andar religioso por el mundo, tan llena de la más sabia esencia del hombre, empeñado en encontrar su salvación a través de símbolos y mitos. Toda esa coincidencia del nacimiento de los dioses en la Tierra señala la unidad misteriosa que hay en la imaginación creadora y en su deseo de hurgar en lo desconocido, de remover las peñas y mantener la Tierra habitable y florecida. Y esos dioses, llámense Osiris, Dionisios o Jesús, sean árboles o piedras o ramas de muérdago, serán siempre el deseo más hondo y la más iluminada esperanza. Serán testimonio de que el hombre alguna vez inventó bella historias para evitar las afrentas de los animales, de los incendios, de las estaciones y de los otros hombres.
Caracas, diciembre de 1954