Continuamos con la publicación de textos tomados de «El libro de la Navidad en Venezuela», en esta oportunidad compartimos un meticuloso estudio sobre nuestro ícono gastronómico de esta época.
POR: Fundación para la Cultura Urbana
De lo ordinario a lo extraordinario
El pabellón criollo y la hallaca son dos platos nacionales, pero cuán distintos son. El primero es un plato de pocos ingredientes, de sencilla elaboración, con escasa o ninguna variación regional y se come en cualquier época del año, mientras que el segundo está compuesto por muchos ingredientes, es de compleja preparación, presenta muchas variaciones regionales y se consume especialmente durante las fiestas navideñas, aunque, en algunas regiones, se coma durante cualquier época del año, principalmente los días sábado o domingo.
Pero no siempre sucedió así con la hallaca. En la isla de Margarita, la hallaca o pastel, como también se le nombra, no constituye solamente un plato tradicional navideño, sino que se vende y consume en cualquier mes del año (Gómez, 1991: 103). Lo mismo sucede en la región andina, principalmente en el estado Táchira, donde se convirtió en una tradición desayunar los domingos con hallacas. Era, y es todavía, la hallaca dominguera, de menor tamaño y con menos ingredientes que la de la Navidad. Durante la Semana Santa se elaboran en Táchira unas hallacas sin carne, que llevan tomate, cebolla, ají picante, alcaparras, aceitunas rellenas y huevo cocido duro. Las llaman hallacas “bobas” o bolos de Cuaresma, y se cocinan envueltas en hojas de repollo, de mazorca de maíz o de plátano, amarrándolas con pabilo. Además se elaboran los bollos tachirenses, llamados también tamales o hallaquitas, que llevan un relleno de carne de cochino o de gallina, aunque su elaboración sea muy sencilla (Peña, 1997: 187, 197, 200, 205).
La explicación de la conversión de la hallaca de ser un plato de fin de semana a un plato navideño requiere de algunas consideraciones.
La primera consideración, y la más simple, es que en el tránsito de la Venezuela rural y agraria a la Venezuela urbana y petrolera muchas cosas cambiaron. Entre esas cosas, la que más nos interesa destacar ahora es que la mujer se incorporó en masa al mercado de trabajo y al sistema educativo, y se redujo el tiempo de su permanencia diaria en el hogar. En esas condiciones, elaborar un plato tan complejo y demorado como es la hallaca, que lleva al menos dos días de trabajo, no es una tarea simple. Se puede hacer sin dificultad sólo cuando se cuenta con la ayuda de los miembros de la familia, pues de otra manera es casi una esclavitud. Resulta fácil pensar, entonces, que la hallaca fue perdiendo progresivamente su condición de plato de fin de semana, en la medida en que avanzaba el proceso de urbanización en el país, para convertirse en un plato de factura muy especial.
La segunda consideración, que intenta explicar por qué la hallaca se convirtió en un plato mayormente decembrino, es decir navideño, requiere un poco más de elaboración.
Hay referencias de mediados del siglo XIX que señalan la presencia casi obligatoria de la hallaca en la cena de Nochebuena en Caracas, pero no sucedió así siempre ni en todas las poblaciones del país. El consejero Lisboa (1954: 160-161) anotó, por ejemplo, que la vigilia de Navidad, o Nochebuena, se celebraba en Venezuela con mucha animación en 1852. Se iba a la Misa del Gallo. Por las calles grupos de 40 a 50 personas cantaban aguinaldos. Después de la misa de medianoche, venía una abundante cena, “en la que es de rigor que figure la ayaca, especie de pastel de carne con pasas, muy caliente y cubierto de pasta de maíz”. En 1857 el Café Español, de Fausto Teodoro de Aldrey, también propietario de un importante diario caraqueño, vendía hallacas de gallina y de pollo los sábados y los domingos, y hallacas de pato trufadas para la Nochebuena (Diario de Avisos, Caracas, 16-12-1857). Los establecimientos comerciales el Polo Ártico o el Café de Louvre ofrecían hallacas para la venta casi todos los días, que servían en mesitas portátiles a los concurrentes de la tertulia en la plaza Bolívar. En el mercado de la Plaza Mayor de Caracas, demolido en 1865, vendían hallacas. En el Hotel París, en Caracas, se expendía en 1877, con frecuencia, hallacas trufadas, de gallina, de pavo y de carne de res (La Opinión Nacional, Caracas, 14-2-1877), y trufadas para la Nochebuena de 1881 (La Opinión Nacional, Caracas, 14-2-1881). O también se ofrecía, durante los fines de semana y particularmente para la Navidad, en esos años, hallacas de cecina en el restaurant El Vapor, Caracas, o las hallacas de carne de res y de gallina del restaurant Troya (El Granuja, Caracas, 27-11-1886; Las Novedades, Caracas, 24-12-1886). En resumen, en Caracas se vendía hallacas no sólo durante las fiestas navideñas, sino también durante cualquier época del año. Pero en el interior del país, particularmente en los Andes, las cosas no siempre ocurrieron así.
En el estado Táchira, por ejemplo, los periódicos de San Cristóbal, la capital, no traen referencias sobre las fiestas y comidas navideñas durante el siglo XIX, lo que induce a pensar que la Navidad no se celebraba con mucha pompa. Habría que esperar hasta 1903 para que empiecen a aparecer, para luego hacerse frecuentes, las alusiones decembrinas sobre las “tradicionales hallacas” (Horizontes, San Cristóbal, 23-12-1903, 5-1-1905). Desde esa fecha son continuas las ofertas de hallacas para la Nochebuena o las “fiestas de enero”, es decir, para la feria de San Sebastián (Cartay, 1997). En el estado Trujillo, en cambio, la Navidad se celebraba con más entusiasmo, pues ya en 1896 se ofrecían en el comercio local los ingredientes para preparar las hallacas de la Nochebuena, y se decía que la hallaca era “la reina de la fiesta navideña”, sirviéndola acompañada de postres como los buñuelos de yuca y el dulce de manjar blanco (La Lira, Trujillo, 15-12-1896). Incluso se acostumbraba comer hallacas en la noche del Miércoles de Ceniza (El Pincel, Trujillo, 9-3-1886). Algo parecido sucedía en el estado Mérida. La gente se congregaba en las plazas para conversar. Se iba a las misas de aguinaldo, se visitaban pesebres y se salía a pasear.
Un fragmento del poema Los aguinaldos, aparecido en 1878 en La Avispa (Mérida, 21-12-1878), decía que “Ya preparan las hallacas,/ Los buñuelos, los pasteles,/ El vino corre a toneles”. No obstante, hay algunas evidencias de que la Nochebuena se celebraba en muchas partes del país durante el siglo XIX de una manera privada, en la intimidad del hogar, con una buena cena familiar en la que figuraba la hallaca. Era época de intercambios de manjares y de juegos de apuesta y de adivinanzas, y de visita a las amistades más queridas y a los pesebres más representativos de la ciudad. Era también una época en que todos los miembros de la familia “estrenaban” ropa y calzado para asistir a la misa de Nochebuena, mientras en las calles se oían los cantos de los aguinalderos pidiendo su aguinaldo, que es otra acepción del término y que equivalía a regalo. La festividad del Año Nuevo se celebraba, en cambio, con gran pompa y de manera colectiva, en las plazas públicas o en los clubes sociales, con bailes suntuosos, fuegos de artificio y música de retreta. La modernidad llevó luego la escena íntima al espacio de los grandes salones, adornados con bambalinas y motivos navideños, con reparto de cotillón, mientras la orquesta de moda interpretaba melodías que invitaban al baile.
Más tarde, en el siglo XX, la hallaca ya había cimentado su supremacía en todas las mesas de las regiones del país durante la celebración de la Navidad, incluso en la región andina que se había mostrado tan refractaria a adoptarla como el manjar pascual por excelencia.
Aceptamos, pues, que la hallaca se coma en cualquier mes del año. Sin embargo, no deja de interesarnos el hecho de que se haya convertido en la simbolización de la Navidad, apoderándose de la mesa navideña. ¿Por qué?, intentemos una respuesta a esa interrogante.
Empecemos preguntándonos de dónde viene la Navidad, y sin duda responderemos que vino con la conquista y la colonización de los pueblos prehispánicos por el poderoso imperio español. Los españoles trajeron, así, al Nuevo Mundo su idioma, sus instituciones, su religión, sus usos y costumbres. Y con la religión, sus creencias, ritos, celebraciones y festividades. El calendario festivo que llegó con los misioneros españoles durante el tiempo de la colonización conservaba el orden natural de los solsticios y los cambios de estación. Coincidente con el solsticio de invierno en el hemisferio norte estaba la Navidad. Y así fue establecido en las colonias americanas. La Navidad venezolana, que luego con el tiempo se vuelve tradición entre nosotros, copia las características básicas del ciclo de la Navidad española, en el que las fiestas religiosas giran en torno al Nacimiento del Niño Dios (Ortiz, 1998: 22-24).
La tradición navideña española, en todas partes de España, salvo en Cataluña, que celebra la Navidad a su manera (no se respeta rigurosamente el día de Navidad y en la cena de Nochebuena cuando se realiza, pues muchos ayunan, se come un pavo relleno al horno), se celebra con cantos de culto y alabanza al Niño, los populares villancicos (nadales, en catalán), que son obras dramáticas de poesía religiosa cantadas en los templos durante la Misa del Gallo o durante las fiestas de Navidad. En la Nochebuena, se deja la lumbre encendida para la visita de la Virgen y se acostumbra una cena abundante y alegre, que reúne a los miembros y allegados a la familia. Es la época, además, de las representaciones del portal de Belén, que llaman belenes o nacimientos (pesebres, en catalán), costumbre que fue difundida por los religiosos franciscanos (Carreras y Caudi, 1933: III, 510-513).
Todos esos actos celebratorios se trasladaron a América. Los villancicos llegaron a América a partir del siglo XVI, dando origen, en nuestra tierra, al aguinaldo. Igualmente adoptamos la tradición de los nacimientos o pesebres, la Misa del Gallo y la costumbre de cenar abundantemente en familia durante la Nochebuena.
El menú de la cena española del 24 de diciembre, cuando la familia entera se reúne en torno a una mesa decorada para la ocasión, incluye pavo o capón, asado al horno y relleno según las diversas recetas regionales (en Galicia, el relleno es de castañas; en Asturias, de manzanas; en Cataluña, de ciruelas, pasas y piñones). Y se brinda con vino, o con otras bebidas como sidra, según la región. Además, en la mesa navideña, en algunas partes, sustituyen al pavo o al capón, o se le agregan otros platos festivos populares, como el asado de cordero, de cabrito o de lechón; el pescado al horno; la sopa de almendras, nueces o castañas. Entre las verduras se suele servir alcachofas en salsa bechamel o de almendras, o la col lombarda. Entre los postres, destacan los dulces de mazapán, los polvorones, los alfajores, las rosquillas, los bizcochos, los mantecados, la fruta confitada o en almíbar, pero la golosina preferida es el turrón de almendras. En las calles aparecen las castañeras vendiendo castañas asadas anunciando la Navidad (Trutter, 1998: 98).
Algunas de esas preparaciones participan de nuestra comida navideña, como el pavo, el lechón o el turrón, así como el vino, pero lo básico de la cena de la Nochebuena española no está sobre nuestra mesa.
Acá, en nuestro país, la hallaca es la reina de la mesa navideña, acompañada por el pernil de cochino, la ensalada de gallina, el pan de jamón, el dulce de lechosa o los buñuelos de yuca en miel de panela. Eso no siempre ha sido así, porque los elementos de esa cena, como todo corpus alimentario, varían en el tiempo con los cambios que ocurren en la demografía, la economía, la historia. Por ejemplo, en 1945, el menú típico de la Navidad en la Venezuela rural estaba compuesto por la hallaca, el dulce de lechosa y la chicha andina (Vélez Boza, 1948). En el menú de la Venezuela urbana se incorporó a la mesa navideña el pan de jamón, el pernil al horno, la ensalada de gallina, el panetone, el turrón de almendras. Es decir, nosotros fuimos poco a poco construyendo nuestra propia Navidad, con nuestras cosas y las cosas de los otros. Así hacen todos los pueblos, particularmente los sometidos a fuerzas externas, para resistir las influencias y no perder su propio ser, lo que corrientemente llaman identidad, sin dejar de ser proclives a los influjos benéficos de la globalización. Recibimos las influencias, pero las «nacionalizamos»: así hicimos con la hallaca, la arepa, el joropo, el aguinaldo, la gaita, y pare usted de contar.
Pero, ¿por qué la hallaca logró acoplarse tan apropiadamente a la cena de Navidad?
No olvidemos que la comida y la bebida siempre están presentes en las comidas ceremoniales, que se diferencian radicalmente de las comidas cotidianas. En las comidas ceremoniales se da un serie de elementos distintivos: a) el consumo colectivo o en común del grupo; b) la bebida en abundancia; c) la cooperación de miembros de la familia y allegados para la preparación; d) la provocación y celebración de la sociabilidad (Brandes, 1988: 43). Eso no ocurre en las comidas cotidianas, realizadas en la intimidad del hogar, donde actúa el pequeño grupo familiar sin invitados especiales, que es preparada por una sola persona (de la familia o una doméstica), se bebe escasamente y se impide o limita la sociabilidad (Cobos Ruiz de Adana, Luque-Romero Albornoz, 1995: 376-377). La comida ceremonial es, pues, una celebración extraordinaria, que se sale de lo corriente o de lo cotidiano: «La comensalidad al comer o beber juntos, es claramente un rito de agregación, de unión» (Contreras, 1993:12) Mientras se lleva a cabo esa relación social vinculante, el acto alimentario adquiere un elevado valor simbólico (Da Matta, 1988: 173). Esas condiciones no son, sin embargo, apropiadamente cumplidas por todas las preparaciones culinarias. Para ello se requiere un plato tan especial como la hallaca, un plato completo en lo nutricional, que junta en armonía sabores contrarios, que ha venido dando tumbos en el tiempo y que da cuenta de nuestra historia mestiza, que congrega a la familia para su elaboración y su consumo, que invita a la alegría y al calor familiar, que es consumido acompañado con abundante licor (vino, ponche crema, mistela, chicha) por la naturaleza de su composición y que, además, provoca una gran sociabilidad. De tal manera que la hallaca «más que una confección alimentaria es un lazo espiritual. Vincula íntimamente a los venezolanos más que cualquier otra tradición nativa (…) Cuando por cualquier circunstancia, estando en el exterior, se piensa en la Patria, la hallaca es lo primero que se viene a la mente» (León, 1954). Por todas estas razones, la hallaca se maridó tan bien con nuestra cena de Nochebuena. Y se quedó, presidiendo la mesa navideña. Recuerdo un escrito de don Mario (Briceño-Iragorry, 1952:91), en el que aplaudía la celebración del «Día del Pavo» estadounidense, mientras gritaba: «Que se queden los yanquis con su pavo novembrino. Y que se les convierta en salud», que nosotros nos quedamos con la hallaca: «Con ella ritualmente celebramos la Navidad de Jesús y la natividad de lo mestizo, donde reside la fuerza determinante del pueblo hispanoamericano».
Permítaseme recordar al joven Sigmund Freud (1992: 108-109) en el punto relacionado con las comidas celebratorias, que resultan siempre de difícil digestión. En carta del 18 de septiembre de 1874, dirigida a su amigo Eduard Silberstein, Freud se quejaba de lo pesada e indigesta que resultaban las comidas de los días de fiesta. Decía que la religión se dirige exclusivamente a los sentidos, y que incluso el ateo «no puede negar el día de fiesta cuando se mete un bocado de Año Nuevo a la boca». Se puede decir que la religión, gozada con mesura, estimula la digestión, pero en exceso la perjudica. Ya Goethe sabía que:
… nada es más difícil de soportar que una serie de días festivos. ¿Y eso por qué? Pues uno naturalmente se provoca una indigestión. También es curioso de qué manera ciertas fiestas tienen influencias características sobre los órganos del bajo vientre por sus efectos religiosos específicos. Por ejemplo, la Pascua produce estreñimiento por el pan sin levadura y los huevos duros. Yom Kippur es un día tan funesto, no por la ira de Dios, sino por la mermelada de ciruelas que favorece la diarrea.
En síntesis, si uno piensa en la hallaca como elemento simbólico, puede darse cuenta de su gran riqueza de significaciones, porque ella se ha convertido en el centro de una compleja trama de relaciones simbólicas en el ámbito de lo social. Es, por tanto, polisémica. Si uno piensa que el símbolo no es la cosa, pero que despierta su evocación, uno lo puede hacer equivalente a un viaje imaginario hacia la cosa que está ausente o que, por alguna razón, no se nombra. Así, a partir de la hallaca como símbolo, uno puede hacer varios interesantes viajes imaginarios: 1) hacia la madre (en cuanto elaboradora de la hallaca, o transmisora de la receta, lo que se convierte en una extensión de ella misma); 2) hacia el reencuentro familiar anual, o, más bien, hacia la reconciliación familiar, pues, en esos momentos tan especiales en que se comparte la hallaca, en plena Navidad, se reducen, olvidan o se ocultan las disputas familiares, los resentimientos, las envidias, los celos, las mezquindades; 3) hacia la Navidad, y por esa vía, hacia el Nacimiento de Jesús, y luego hacia la Sagrada Familia, y luego hacia la Virgen María, y luego hacia la Santísima Trinidad, y luego… Sería en este caso un viaje interminable y aleccionador que nos llevaría de paseo por toda la historia de la religión católica. En todos estos casos, la hallaca sirve de soporte para muchas representaciones simbólicas.
Algunas hallacas singulares
Aparte de la hallaca más o menos convencional, que todos conocemos, y de los distintos bollos, más sencillos que aquélla, hay otras clases de hallacas que llamaremos singulares, que responden más bien a las necesidades particulares de ciertos grupos de población o que dan cuenta de la abundancia de recursos en una región determinada.
Entre estas hallacas singulares tenemos a la hallaca vegetariana, que prescinde de todo tipo de carnes, pero sí contiene una gama de hortalizas diversas: cebolla, cebollín, pimentón, zanahoria, tomate, garbanzo; algunas frutas como manzana, uva seca o pasa y aceituna, y condimentos como orégano, comino y sal. O la hallaca de caraotas negras, que combina las caraotas negras sancochadas con hortalizas y condimentos, sin productos cárnicos, salvo la tocineta. O la hallaca de pescado de las zonas costeras marítimas, que lleva principalmente pargo rojo, combinado con hortalizas, adornos, condimentos y vino blanco. O la hallaca con masa de plátano verde, tan popular en tierras del Zulia y de la zona sur del lago de Maracaibo. O la hallaca para diabéticos o para personas con regímenes dietéticos especiales. O esa hallaca tan extraña, desconocida de muchos, que es la hallaca angostureña, tan especial que merece unas líneas aparte.
La hallaca nació, según el amigo fallecido Humberto Febres Rodríguez, al que tanto quise y con quien tanto quise, y que indagó mucho sobre este tema (citado por Cartay, 2001: 93), en la antigua provincia de Barinas, probablemente en el siglo XVIII. Era una época en que los Llanos occidentales estaban aislados del resto del país, y continuaron estándolo hasta el primer tercio del siglo XX. La casi única vía de comunicación utilizada para extraer los productos de la región era el río, o la serie de ríos que van enlazándose unos a otros hasta llegar al gran Orinoco, el río de las siete estrellas, para luego conectarse con el puerto fluvial de Ciudad Bolívar, que se llamó de Angostura hasta 1846. En ese puerto se asentaba un grupo de dinámicos comerciantes venezolanos y extranjeros, principalmente alemanes e ingleses, que negociaban en el exterior los productos del llano: cueros de res, plumas de garza, quesos y otros. La ruta fluvial desde los Llanos hasta Ciudad Bolívar era larga, demorada y riesgosa, sin el auxilio de puestos de asistencia. En esas condiciones, el avío que llevaban los viajeros era indispensable. La más preciada de todas esas provisiones era la hallaca angostureña, llamada también hallaca seca, de guiso crudo o de año, ahora casi en extinción, pues su elaboración sólo la conocen algunas familias barinesas.
El guiso de la hallaca angostureña se preparaba con carnes crudas de cochino y de res, molidas y puestas a macerar, por un período no menor a un día, en vinagre o jugo de naranja ácida o cajera, onoto y vino rojo, con poca manteca de cochino. De pasada debemos anotar que el uso del vinagre era habitual en la confección de la hallaca durante el siglo XIX. Además, el guiso llevaba cebolla, cebollín, ajo, comino, orégano, pimienta dulce y sal, y se espesaba o se le daba consistencia añadiéndole galletas de soda molidas. El agregado o adorno consistía en aceitunas, alcaparras, pasas y ciruelas pasas. Luego el conjunto se revolvía y se armaba la hallaca con masa de maíz blanco pilado, envolviéndola luego en hojas de plátano asadas ligeramente y amarradas con fibras de la misma hoja o con pabilo. El producto resultante era de una consistencia tan firme que se podía comerla sin cubiertos, sosteniéndola con la mano, y tan estable que aguantaba el largo viaje desde Barinas hasta Ciudad Bolívar, que duraba un mes, e incluso hasta podía durar, si estaba bien hecha, casi tres meses sin corromperse. Esa circunstancia la convertía en el regalo ideal para los paisanos que vivían en Europa, que se podían dar un gusto navideño impensado en aquellos lugares.
Resulta difícil entender el Nacimiento de la hallaca angostureña sin ofrecer noticias sobre el intenso tráfico fluvial de los Llanos, especialmente en la época de lluvia; lo accidentado de las rutas; la demora y la soledad del viaje, y las estrechas relaciones comerciales existentes entre los hatos ganaderos llaneros y las casas comerciales establecidas en el puerto bolivarense. El viaje que duraba un mes o más, comenzaba en la ciudad de Barinas. De allí se iba con la mercancía en carretas o en arreos de mulas hasta el puerto de Torunos, a orillas del río Santo Domingo, que llevaba hasta Puerto Nutrias. Y luego, navegando por el río Apure, se conectaba con el Orinoco hasta arribar a Ciudad Bolívar.
Ese comercio tan intenso de los Llanos barineses con Ciudad Bolívar comenzó a menguar en 1936, cuando se abrió una vía carretera que enlazaba a Barinas con Barquisimeto, y luego con Valencia, Maracay y Caracas. Ya, en la década de 1940, las rutas comerciales del Llano estaban vinculadas estrechamente con los mercados del centro y del norte del país. Entonces, la hallaca angostureña no era tan necesaria como avío de viaje, pero siguió viva en la tradición del pueblo barinés por la persistencia de la memoria colectiva.